jueves, 23 de mayo de 2013

Parábola de la Viña del Señor

Parábola de la viña del señor  


Vio el señor que nadie administraba los bienes comunes, a la sazón una viña grande, heredada de los antepasados. Y vio que debía ser él quien lo hiciera porque el pueblo así se lo había pedido. Pero la viña era demasiado grande para ser llevada por una sola persona,
Y decidió, en su eterna sabiduría, que era mejor contratar tres jornaleros para que trabajasen la viña. Él vigilaría y dirigiría los trabajos.
Uno de los jornaleros sería el hijo de su vecino y amigo, al que debía una gran cantidad de favores. Otro podría ser ese “entendido” en leyes que cada poco llamaba a su puerta pidiendo “trabajo o lo que fuese”. Y el otro, lo buscaría entre los mozos del pueblo que estaban acostumbrados a trabajar desde pequeños.
Y así lo decidió y así lo hizo, para buen provecho de la viña en cuestión.
Pasó el tiempo, tres años casi desde que contrató a los jornaleros. La viña apenas estaba trabajada y de lo heredado apenas quedaban cuatro cepas en buen estado. Las hierbas y los cuervos se habían comido el resto.
Pensó en contratar más jornaleros, en buscar asesores, en… pero las arcas comunales estaban vacías y no era cuestión de poner dineros de los suyos.
Por eso, se fue a la viña para ver lo que estaba pasando: la tierra sin atender, solo una parte trabajada y, de los tres jornaleros, solo uno trabajando. Le llamó y le dijo: “Yo te contraté y te saqué del pueblo para que la viña estuviese trabajada pero veo que apenas has cumplido con tu deber. Y… ¿dónde están tus compañeros?
El jornalero contestó al señor, con la cabeza casi entre las piernas: “Mi señor, he trabajado de sol a sol y hasta por las noches, pero la viña es grande y las hierbas son muchas. Casi la mitad tengo trabajada pero…”
En esto estaban hablando cuando llegaron los dos jornaleros restantes. Y el señor les dijo: “¿qué habéis hecho vosotros para mantener la viña?”.
Uno de ellos, el hijo del vecino, se puso a llorar y a llamar a su padre para que le protegiera. El señor le dio una palmada,  se compadeció de él y lo mandó a la sombra no fuese que el duro sol acabase por agotarle.
El otro se plantó cara al señor y le dijo que su cometido en la viña no era trabajar sino velar por los derechos de sus compañeros. Por eso, había estado pensando y leyendo y reuniéndose con otros compañeros de las viñas vecinas. El señor le miró, le tuvo miedo y le dijo que siguiera con lo que estaba haciendo.
De vuelta a casa, el administrador pensó y pensó en cómo solucionar el problema. De entre las muchas y variadas soluciones que se le ocurrieron, pues sabio lo era un cuánto, dos eran las que consideraba más apropiadas al caso. En ambos casos, reduciría los costes en una tercera parte: O rebajaba el salario a todos los jornaleros en un 33,33 por ciento o reducía en un tercio el número de jornaleros.
Barajó ambas durante toda la noche y las dos las vio buenas el señor porque ambas ahorraban dinero y cumplían las normas impuestas por la Hermandad de Viñas Sin Trabajar (HVST) y las advertencias hechas por los mandamases de la citada Hermandad.
Y se decidió por la menos “traumática” de ellas, aquella que podía no estropear demasiado las cosas: bajó un tercio los salarios de cada uno de los jornaleros.
Al hijo del vecino poco le importó dado que no vivía de eso sino de la herencia de su padre. Al leguleyo tampoco le importó demasiado dado que llamó a sus colegas y subieron las dietas y las cuotas de asistencia para compensar la pérdida e, incluso, tener alguna ganancia. El jornalero trabajador dejó sin comer a sus hijos los fines de semana.
Pasó algún tiempo. Los señores regidores de la Hermandad decidieron, con su innata sabiduría, que era preciso reducir más gastos para poder tener ellos más beneficios.
Y nuestro señor de la viña se acordó de la otra opción que había barajado: despedir a un tercio de los jornaleros. Al hijo de su vecino, por supuesto que no. Y tampoco al representante pues sus amigos protestarían. Por eso, sin pensarlo ya más, despidió al jornalero que había sacado del pueblo: no tenía amigos influyentes ni gente conocedora de leyes.
Y volvió a complacer así a la Hermandad con su ahorro y hasta fue felicitado por su buen hacer y puesto de ejemplo entre sus colegas. Y su conciencia se quedó tranquila: la viña y su supervivencia requería de estos sacrificios.
A partir de entonces, solamente un pequeño problema, apenas importante, aquejaría a su viña: no habría nadie que la trabajara.

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